El día se le antojaba gris, después de la gran nevada de la noche. Desde su sitio sólo podía verse un leve esbozo, de lo que podía ser un cielo preparado para el día más frío del invierno. Quizás, si asomara un poco la cabeza... quizás, podría llegar a ver algo… el tendido eléctrico, la débil vegetación de los alrededores…, pero era prácticamente imposible. De repente, una profunda voz le despertó de ese estado, al que tantas veces había tenido que recurrir durante estos años.
Un número se repetía en su cabeza, era el 268... el 268, 268, 268... había dejado de ser José González para convertirse en el dichoso 268, su novia ya no le esperaba, sus amigos no le visitaban; incluso, por ironías de la vida, había empezado a olvidar el porqué estaba allí.
Era la hora del “almuerzo”, si se le podía llamar almuerzo, con todas las letras, a eso que comían. Abrió la puerta de su celda y salió con paso tranquilo y sosegado, impropio de él. La gente que por allí circulaba se le quedaba mirando con mezcla de asombro y en cierto modo, de compasión. Llevaba mucho tiempo sin salir, su aspecto era degradado y mísero a la vez que sucio y desaliñado, ya no era el que era. Una cárcel no te permite muchos lujos pero, tampoco estamos en la Edad Media, ni mucho menos.
Al fondo del pasillo se veían unas escaleras que daban directamente al patio. Luego, tras recorrer un trecho de éste, se llegaba al comedor por la puerta trasera. No le importaba pasar frío, y odiaba, odiaba más aun, que todo el mundo se le quedara mirando. Por lo que optó por la opción menos aconsejable, estando a principios de enero.
Cuando llegó al comedor, cogió la comida y se dirigió rápidamente a la última silla, de la última mesa, del último rincón inhabitado de ese grandioso pero agobiante espacio. Había gente que le sonreía, gente que le volvía la cara, otros que iban a sus asuntos, pero no soportaba la actitud complaciente de las cocineras. Aquellas señoras, que le recordaban día tras día, con sus falsas y estropeadas sonrisas, que ellas volverían a su casa al anochecer, y saldrían de aquel odioso lugar.
De la carne le sobró la mitad, y la sopa apenas la probó. Otro día que tenía la pinta de ser igual de “asqueroso” que los demás. Un día, que parecía estar en su contra. Levantó la cabeza de su plato, la gente parecía haber querido contribuir a su derrumbe. El solitario sitio en el que se había colocado estratégicamente, ya no era tan solitario, y todos los ojos se posaban en él, en él y en su plato.
Se levantó de un salto, odiaba el sentirse vigilado. Miró por la ventana. El sol había salido, escuchando sus plegarias, y decidió salir al patio... para intentar que se le refrescaran las ideas al aire libre. Buscó un lugar, en el que el suelo no tuviera los suficientes altibajos para sentirse incómodo y se sentó. De estar sentado pasó a tumbarse, miró el cielo, las nubes milagrosamente se estaban yendo poco a poco y el sol brillaba cada vez con más fuerza. De repente todas las nubes desaparecieron y un azul zafiro inundó casi por completo su visión.
Se quedó dormido. Al instante, quizás diez segundos, o tal vez, quien sabe, una hora, se despertó. Una pelota de basket, que rodaba a través del suelo, fue directa a parar en sus pies. Ya estaban allí de nuevo, incordiándole, molestándolo a no poder más. Unos chicos, que hacia tiempo habían dejado de ser tan “chicos”, jugaban al baloncesto y su preciado objeto de diversión se les acababa de escapar de las manos.
Volvió a cerrar los ojos, esta vez tardó más en despertarse y un mal sueño se apoderó de su subconsciente. No era una simple mala experiencia, si no más bien, un sentimiento de agobio indescriptible, que se agolpaba en forma de imágenes, sensaciones e incluso olores agasajándole como podían. Una enfermera; un fondo blanco; un niño, un niño que lloraba e iba junto a una mujer; un columpio; un jardín; un parque; rojo; sangre; llanto, sudor... Se despertó todo empapado… ahora de vuelta en su celda, de vuelta en esa cama que llevaba cerca de diez años con los muelles intentando traspasar el colchón.
De repente, una profunda voz le despertó de ese estado, al que tantas veces había tenido que recurrir durante estos años. Era la hora del almuerzo. Abrió la puerta parsimoniosamente y salio de la celda con paso tranquilo y sosegado, como nunca antes había estado acostumbrado a hacer.
Comenzó a caminar pasillo adelante, se paró en una de las ventanas que daba al exterior. El día empezaba a antojársele gris, después de la gran nevada de la noche. Aún así, unos chicos, que hace tiempo habían dejado de ser ya “chicos”, jugaban al basket en una de las canastas que había situadas en el patio. Aquel patio cuyo suelo desnivelado, no permitía hacer muchos malabares con el balón. Pero esto no era fútbol, era baloncesto y podía sobrellevarse.
Entró en el comedor y se dispuso a hacer cola, algunos le miraban, se miró a sí mismo la ropa. Nada faltaba, no llevaba un zapato diferente al otro ni nada por el estilo. Bueno... no se había ni peinado, ni afeitado, pero las cocineras, de los dientes no perfectos, no tendrían intención de ligar con él. El menú del día: carne... y sopa… el estómago le dio un vuelco, se retiró de la cola, y se le pasó el hambre en un santiamén.
Decidió coger una fruta, y salir del comedor hacia el aula ocupacional, todos le miraban. La reinserción laboral, era algo que preocupaba a la gente que había allí. Les preocupaba de boquilla simplemente, pero aparentemente les preocupaba. Él estaba apuntado a algo de jardinero de yo no se que. No había ido nunca a clase, ni pensaba ir. Llevaba unos días un tanto... un tanto ausente. Hacía tiempo que no salía de su habitación. Aunque la verdad es que, si estos días se hubiera dignado a levantarse de la cama, tampoco hubiera ido, ni mucho menos.
El tallercillo, situado en el único lugar del patio en el que existía una débil vegetación, estaba solo, solo completamente… entre la gente que estaba comiendo, y la que vagabundeaba por ahí... mucho ambiente, la verdad es que no podía de tener a esas horas.
Se sentó en un banco colindante, simplemente por el hecho, de dejar de vagabundear él también. Cerró los ojos por un momento... tal vez, transcurridos 10 segundos, o quien sabe, quizás una hora, se despertó. Mejor dicho, le despertaron. Un “pringaillo”, todos los de allí no aspiraban a más en el escalafón de “colgadetes”, que le había dado la vena artística, empezó a dibujar con un escardillito en la tierra. Y sin querer, claro, sin querer, se había movido y le había rozado.
Volvió a cerrar los ojos, se durmió, flashes comenzaron a asomar insistentemente en su pacífico sueño. Una enfermera; un fondo blanco; un niño, un niño que lloraba e iba junto a una mujer; un columpio; un jardín... El “pringaillo” le volvió a despertar, no esperó más, cogió el escardillo y comenzó a pegarle. Pero el que sangraba no era el nuevo Picasso, sino él... todo se tornó nubloso... Se desmayó.
La lluvia caía cada vez con más insistencia. Gota tras gota, los charcos, que habían comenzado siendo diminutos ya tenían un tamaño considerable a las puertas del sanatorio.
- ¡No! Lo ha vuelto a hacer.
Una joven enfermera salía de la habitación 268 dando la voz de alarma. Era la tercera vez, que la misma rutina tenía lugar, en el último mes. El sanatorio no solía ser un lugar muy tranquilo, sobre todo por la diversidad de personalidades, trastornos y problemas, que allí se condensaban en unos cuantos metros cuadrados. Pero este último mes había sido simplemente, malo. Sobretodo para el Señor González, un padre de familia que alquila inesperadamente, una habitación en el manicomio de su ciudad por un simple dolor de cabeza, no presenta muy buenas perspectivas. Pero tres intentos de suicidio eran ya demasiado. Su cuerpo no aguantaría, no como la última vez, y mucho menos, como la primera.
Ya había probado casi todos los métodos “convencionales”. Primero la sobredosis, luego el intento por imitar a superman y ahora esto... después de haberle requisado todas su pertenencias, el hombre encontró una maldita cuchilla, y su inestable cerebro había hecho el resto.
La sangre llenaba todas las sábanas. La joven enfermera, que en sus meses de prácticas, había soportado más que lo que su sueldo le permitía soportar, intentaba parar la hemorragia sin resultado alguno.
Minutos después apareció por la puerta un médico y miró a la chica que estaba sentada al lado del moribundo.
- Lo hemos perdido, se nos ha ido.
Eva (Narración presentada al XV concurso literario del instituto I.E.S Zaframagón)